orinando
desde una gran altura
después
de haberme tomado todas la cervezas
que
el presidente de América guarda en su maleta
junto
con la llave de los infiernos.
La
distancia de mi cabeza
a
mis pies:
la
catarata más fotogénica.
A
continuación mi cuerpo
caía
en pedazos del tamaño de pequeños continentes
sobre
lo que debía ser una planicie
tan
vasta como para alojar una fila india
de
millón y medio de elefantes,
todos
en huelga.
De
cada fragmento
—se
desplomaban
sin
hacer ruido—
una
escena mundana
aunque
enigmática
se
presentaba ante mí
para
luego dejar de ser,
otra
vez,
sin
causar alboroto
o
molestias de ningún tipo.
“Vaya”
pensé al despertar
“si
tan sólo pudiera derivar de todo esto
un
sentido sistematizado, o mejor aún,
la
clave mágica para un futuro sistema totalitario,
podría
llegar yo
muy
alto y muy lejos.”